22 de noviembre de 2010

CHILDREN OF THE NIGHT... WHAT MUSIC THEY MAKE!

“Something wicked this way comes”
Macbeth, William Shakespeare

Lejos de las capitales, en ciudades pequeñas y silenciosas, ocurren a diario historias maravillosas y terribles. El escritor sueco John Ajvide Linqvist evoca esta idea a la perfección en su célebre novela de terror Déjame entrar, una extraña y dulce historia de amor protagonizada por dos niños de doce años en Blackeberg, una barriada al oeste de Estocolmo durante los primeros años ochenta.
Oskar es incapaz de poder escapar del acoso al que le someten sus compañeros en la escuela pero su vida cambia para siempre cuando Eli, una vampira que aparenta su misma edad, establece su nido en la habitación contigua a la suya.

Sin embargo, es la adaptación al cine de esta historia, guionizada por el propio Lindqvist y dirigida por su compatriota Tomas Alfredson, la que ha conseguido que coseche premios en las citas internacionales y aplausos del público. Fiel al fantástico, aunque adecuadamente publicitada como cine de autor, ha generado un apasionado debate entre los entusiastas del género y los popes de la corrección cinematográfica que la desvinculan de él. De una forma u otra, Déjame entrar se vale de muchos elementos tradicionales del cine de terror –y especialmente del de vampiros-, y los despliega sobre un marco espacio-temporal concreto mediante un estilo visual propio: cámara pausada, estudiada estética del color, minucioso uso del sonido, superposición de fotografía nítida y desenfocada y, sobretodo, el empleo constante del fuera de campo pone en escena un punto de vista elegante y gélido, propiamente nórdico. De esta forma, ciñéndose a la sentencia ‘cuanto más específica es la esencia, más universal es el resultado’, Alfredson y Lindqvist nos cuentan una historia fascinante que se incorpora tanto al selecto grupo de películas de terror protagonizadas por niños -encabezado por obras cumbres como Village of the damned (Wolf Rilla), The innocents (Jack Clayton) o The other (Robert Mulligan)-, como al cine de vampiros, un terreno recién abonado por otras incursiones inferiores aunque mucho más rentables económicamente.

La historia se desarrolla en 1982, paradójicamente el año en el que se bautizó oficialmente el sida, enmascarado como el vampirismo en el cine fantástico desde ese momento. Según el historiador de cine de David J. Skal, el eslabón entre un concepto y otro se encuentra en el tratamiento de la noticia de la enfermedad por el periodismo convencional. El hallazgo de una peligrosa infección sanguínea cuyos contagiados son capaces de crear más enfermos, mientras las autoridades exponen que el virus solo puede ser controlado mediante prácticas sexuales tradicionales, parece más que la génesis de una noticia, el guión estándar de una película de terror. Al mismo tiempo, la relación del consumo de drogas y el VIH acentúa esos paralelismos con la enfermedad. Los toxicómanos son protagonistas de uno de los considerados grandes males del siglo XX y frecuentemente son dibujados como ogros de ansias incontroladas y transformaciones monstruosas.

Otra enfermedad de finales del siglo pasado relacionada con el vampirismo es la anorexia. Los desfiles de moda actuales protagonizados por mujeres escuálidas –ideal erótico femenino contemporáneo-, combinan de forma inquietante los conceptos hermosura y muerte al igual que los clásicos cuentos de vampiros del siglo XIX. Llevando al límite esta teoría, la víctima de esta enfermedad finge un falso bienestar con su tratamiento, mientras sostiene en secreto su autodestrucción y sueña con un encuentro que la ‘transforme’ a base de liposucciones, aunque esta vez sean los vampiros de alta tecnología creados por el médico italiano Giorgio Fisher. Si no hubiesen desaparecido las barracas de monstruos en las ferias –muchos recordamos la versión española de este curioso fenómeno-, deberían incluir todos estos nuevos ejemplares en su espeluznante catálogo.

La unión entre femineidad y muerte es anterior al cine y explica en parte esa fascinación que nos ejerce el paso al más allá desde el mismo momento en el que nacemos. Sin embargo, es el séptimo arte el que la ha potenciado y Déjame entrar lo ha hecho de una forma única, enlazando todos esos mecanismos propios del género con el acoso escolar o el drama social. Todo ello al servicio de una descripción minuciosa del ambiente en el que viven los personajes del film, vital para comprender el progresivo nivel de violencia en la cinta -incluso el estridente estallido final en la escena de la piscina-, transcurriendo siempre al fondo del plano, convirtiendo lo evidente en algo sutil. De esa forma, el espectador asiste a esa “poética de la ocultación” que citan los críticos, llena de mensajes ocultos -muchos se desvelan con la lectura de la novela-, que poco a poco revelan los entresijos de una extraordinaria huida sentimental. A Eli, la nueva vampira moderna de uñas sucias de la película Tomas Alfredson, no sólo le importa la sangre humana y el espantoso trastorno que supone su carencia. Ella es adicta, como el espectador lo es al consumo o a la televisión, pero en su espantoso universo existe Oskar, que la acompaña en su viaje con besos en código Morse.

Publicado en la revista Azul Eléctrico nº12 (2010)